martes, 27 de septiembre de 2011

Alejandra


Era pequeñita. Casi tanto como sus alas recién nacidas que no sabía usar para salir del bosque tenebroso que la rodeaba. Ale, mi pequeña Ale. Se veía tan grande, tan valiente cuando su mirada encontró mis ojos en el fondo del abismo atravesando mil rostros de demonios alegres para llegar a mis lagrimas. ¿Me verá ella ahora igual debajo de los árboles que han logrado caerle encima? Cómo la admiraba yo. Tan fuerte para rescatarme, para aguantar el insulto de mi incredulidad hasta el día en que logró sacarme.
Subimos juntas de la mano. Adoloridas por la lucha y la nueva luz en los ojos. Fuera ya de mis sombras pude notar que era chiquita. Chiquita y bella como un ángel inocente lastimado por ausencias impertinentes. Solo era una niña. Mí niña. La imagen viviente de aquella pequeña asustada y frágil que solía gritar dentro de mi que por favor la cuide. Aquella a la que había odiado y maltratado por hacerme lucir débil y vulnerable, había tomado forma para salvarme.

Nos separamos entonces en dos cuerpos diferentes. Ella con su historia y yo con la mía. Solo nosotras sabríamos que éramos una.

Un día entró al bosque sola. Y yo me llené de espanto. Cómo sacarla. Y más aun, cómo dejarla. Cómo arriesgarme a fallarle cuando ella se atrevió a salir de mi para que al verla indefensa la cuidara. Qué hacer con esta mi niña que al volverse humana dejó de confiar y al crecer como una comienza a aprender a actuar.

Los árboles son gigantes y ella agoniza sin poder ver mi mano. Solo la escucho llorar. Levanto un árbol tras otro arrojándolos lejos pero aun no la veo. Sé que la ahogan y no respira, y aunque la fuerza me falla, la angustia por ella me haría mover cualquier cosa.

Escucho su llanto más cerca y ahora sé lo que dice. Las alas que han comenzado a crecerle le duelen demasiado. Siento tanto alivio. Son para salir, le grito y ella contesta que no sabe usarlas. Yo tengo unas iguales, digo ya sin aliento. Han crecido mientras levantaba las ramas. Saberlo la tranquiliza y cambia el llanto por sollozos. Tras horas de trabajo la encuentro. Desnuda, temblorosa, asustada, con las rodillas pegadas al pecho se abriga con sus alas. Aprenderemos a usarlas juntas, le digo y sonríe calmada.

-¿A dónde quieres volar Alejandra?

-Al mar.

-Esta vez no necesitaremos un barco.



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